1. El equilibrio ecológico y la dinámica de los ecosistemas
No deberíamos apresurarnos, como el augur desdichado, a proclamar la llegada de nuevos tiempos oscuros, ni unirnos a la exaltación que produce la novedad tecnocientífica. Es preferible adoptar un escepticismo sereno: ser escépticos, en su sentido etimológico, implica ser observadores críticos. Un escéptico –un observador activo y reflexivo– coincidirá en que, en cuestiones de ecología, existen tres principios fundamentales: (1) la naturaleza cambia tanto como persiste; (2) la naturaleza expresa diversidad en la misma medida que armonía; y (3) la perspectiva humana, al estar influida por factores culturales, a menudo distorsiona la comprensión del conflicto entre los procesos naturales (geológicos, ecológicos y evolutivos) y las intervenciones humanas. Así, podríamos derivar que la naturaleza es un dinamismo termodinámico en el que se articulan procesos biológicos y manifestaciones estéticas, los cuales se desarrollan no gracias a, sino a pesar de la intervención humana.
De este modo, si el lector concede en estas premisas, podremos explorar cómo las alteraciones impulsadas por el ser humano en la estructura ecológica actúan tanto como causas como efectos de las disrupciones en la dinámica de los ecosistemas, imponiendo crisis energéticas y estéticas que caracterizan la época del Antropoceno. El cambio climático es una de las manifestaciones más graves de este periodo, ya que evidencia cómo las actividades humanas transforman la dinámica climática y ponen en peligro el equilibrio ecológico del planeta.
No obstante, incluso el término “cambio climático” comienza a quedarse corto; en rigor, no enfrentamos a un cambio, sino múltiples transformaciones simultáneas o, en ciertos aspectos, no enfrentamos a una ausencia de cambios naturales. El concepto taoísta de “wu wei” (no intervención) plantea que la verdadera armonía se alcanza cuando permitimos que las cosas sigan su curso natural, sin imponer nuestra voluntad de cambio. Esta idea, desarrollada por Lao-Tsé, sería reinterpretada siglos después en la obra El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en la frase de Tancredi: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Esta declaración refleja una visión paradójica: cambios superficiales que preservan el fondo intacto, o bien, cambios profundos que no remueven nada en la superficie.
Lo mismo podría decirse respecto al impacto humano en el planeta: tantas transformaciones terminan por despojar al mundo de auténticos cambios, o, en una ley especular de lo mismo, tanta falta de auténtica transformación impide que las cosas sigan su curso. Basta observar el destino de las metrópolis en riesgo de convertirse en mausoleos comerciales, donde el ruido y los gases sirven de telón de fondo para una rutina que amenaza con cristalizar a todos.
Frente a ello, los ecosistemas naturales expresan una armonía y una plenitud desbordante que, sin embargo, se sostiene en un devenir riguroso: ciclos vitales en interacción constante, como la simbiosis, el parasitismo o el mutualismo; especies crípticas que, aunque fenotípicamente idénticas, son genéticamente distintas; estrategias adaptativas asombrosas como la mímesis, la criptobiosis o la transdiferenciación. Estos conceptos, aparentemente complejos, describen una realidad que se percibe como simple y armoniosa, pero que en realidad responde a cambios vibrantes y, en ocasiones, dramáticos que sustentan el devenir prístino y reconfortante de la naturaleza. Cuando exclamamos con serenidad en algún rincón de la cordillera Occidental de los Andes ecuatorianos o en la sierra de Guadarrama: “¡Qué belleza!”, solemos pasar por alto que esa belleza en el paisaje es extremadamente pujante y dinámica. Subyace en ella un incesante intercambio de energía, que convierte a la naturaleza en un crisol increíblemente estable y creativo.
2. El impacto humano y la crisis energética
Los profundos cambios en los biomas provocados por la colonización de América, las revoluciones industriales de los siglos XVIII y XIX, y su aceleración en el siglo XX debido al crecimiento poblacional, la industrialización y el uso intensivo de combustibles fósiles, han desencadenado una transformación geológica, ecológica y evolutiva que afecta a todas las especies del planeta. Según Mora et al. (2011), existen aproximadamente 8.7 millones de especies eucariotas en la Tierra, muchas de las cuales enfrentan riesgos sin precedentes. En el siglo XXI, estos efectos se han intensificado críticamente, con un cambio climático acelerado, pérdida masiva de biodiversidad, contaminación extendida y alteraciones profundas en los ciclos naturales de agua, carbono y nitrógeno. El Informe Global de Evaluación de la IPBES (2019) proyecta que hasta un millón de especies podrían extinguirse en las próximas décadas. La creciente dependencia de tecnologías y el alto consumo de recursos impactan cada rincón del planeta, desde los océanos hasta los ecosistemas terrestres. Este siglo plantea además una urgente necesidad de soluciones sostenibles, como el uso de energías renovables y prácticas de economía circular, para mitigar el impacto humano y preservar el equilibrio ambiental, enfrentando así el desafío de convivir de forma más armónica con el entorno natural.
Estos problemas y desafíos espirituales y ecológicos, que incluyen fenómenos concretos como la ecomelancolía, un sentimiento de pérdida y tristeza por la degradación ambiental (James, 2011), y la solastalgia, que describe la angustia o sufrimiento causado por cambios ambientales en el propio entorno (Albrecht, 2005), así como las crisis energéticas, las sequías o las inundaciones, reflejan rupturas termodinámicas dentro del ecosistema. La percepción de nuestra dependencia y fragilidad frente a los ciclos hídricos y energéticos, por ejemplo, subraya nuestra vulnerabilidad ante las fuerzas naturales y la ilusión de control tecnocéntrico.
En última instancia, puede decirse que todos los desafíos que enfrenta y ha enfrentado la humanidad son, en esencia, desafíos energéticos. Los hilos de la historia (y la protohistoria ecológica) empezaron a agitarse tan pronto como el ser humano requirió de fuentes de energía para construir los primordios de la cultura; es sensato definir al ser humano como un organismo termodinámicamente insatisfecho, siente desmedido hambre, desmedido frío y busca violentamente protección.
Es a través de la manipulación de las fuentes de energía que las especies logran construir y modificar su entorno. En los ecosistemas, la energía se manifiesta de dos formas: de manera endosomática, que corresponde a la energía interna que sostiene la vida y el metabolismo de los organismos, y de manera exosomática, que se refiere a la energía que fluye y se transforma en el entorno externo, resultado de las interacciones entre seres vivos y su medio. Esta distinción es clave, ya que mientras la energía endosomática es limitada a las funciones vitales de cada organismo, la energía exosomática puede expandirse y diversificarse en función de las capacidades y necesidades de cada especie. En el caso humano, esta energía exosomática incluye tanto fuentes naturales como aquellas artificialmente producidas, las cuales permiten al ser humano extender su influencia sobre el entorno de manera potencialmente ilimitada. En la naturaleza estas fuentes de energía mantienen un equilibrio dinámico, mediante el cual los ecosistemas persisten y evolucionan a lo largo del tiempo geológico y ecológico, canalizando el flujo energético a través de complejas interacciones entre organismos y su ambiente.
Un ejemplo ilustrativo de esta dinámica es la construcción de represas. Algunos animales, como los castores, modifican el curso de agua al construir represas con troncos y barro, ralentizando el flujo y creando estanques que promueven la biodiversidad acuática. Los elefantes excavan pozos en lechos secos para acceder al agua subterránea, beneficiando a otras especies en tiempos de sequía, mientras que las ratas almizcleras y los cangrejos de manglar realizan actividades similares en humedales, mejorando el flujo y oxigenación del suelo. Estas intervenciones naturales, a diferencia de las humanas, consideran la ecología y evolución de toda la comunidad biológica, integrándose en el funcionamiento del ecosistema y promoviendo su estabilidad.
Por otro lado, las represas hidroeléctricas humanas, como la Represa de las Tres Gargantas en China, la Represa Hoover en EE.UU., y la Represa de Itaipú entre Brasil y Paraguay, son construidas con fines exclusivos para el beneficio de una minoría humana. Estas estructuras alteran los ecosistemas fluviales al modificar el flujo natural del agua, afectando la migración de peces, la temperatura y sedimentación río abajo, y reduciendo la biodiversidad. Estas grandes obras causan inundaciones masivas, destrucción de hábitats y degradación de ecosistemas deltaicos, provocando la pérdida de especies y alterando los ciclos naturales del agua, con impactos significativos en la ecología y las comunidades locales.
Una represa humana es, en términos termodinámicos, un "monstruo eco-evolutivo", pues interrumpe los procesos cíclicos y estables de los ciclos naturales en favor de una acumulación de potencial que produce energía eléctrica. Este nivel de “monstruosidad termodinámica” aumenta aún más cuando estas represas quedan inoperativas debido a la disminución del caudal de los ríos por la falta de precipitaciones o cambios en la temperatura y humedad, consecuencias del cambio climático.
3. La relación entre estética, ética y sostenibilidad
Las alteraciones generadas por algunas de las estructuras productoras de energía exososomática no solo rompen el equilibrio energético; también producen un impacto estético que desfigura la esencia de los paisajes naturales. Este deterioro estético se convierte en una señal de la pérdida de funcionalidad ecológica, revelando la conexión profunda entre la belleza natural y el equilibrio biológico. Mientras que el empobrecimiento estético también refleja la degradación socioeconómica de las comunidades humanas, ya que la experiencia estética que ofrece un entorno sano y en equilibrio contribuye al bienestar y a la identidad cultural de quienes lo habitan. Mas aún, la degradación estética de los ecosistemas es causa y consecuencia de la pobreza. La pérdida de esta experiencia de armonía en el paisaje natural no es solo una cuestión de percepción, sino un indicador de la ruptura en las relaciones ecológicas y sociales, que subraya la importancia de integrar la preservación de la belleza como parte de una ética ecológica y social.
El conjunto de estas ideas está plenamente alineadas con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Un ecosistema equilibrado, que optimiza el flujo de energía y regula la entropía (ODS 6, 7, 11, 12, 13, 14, 15), no solo es más eficiente desde una perspectiva científica, sino que también ofrece una experiencia estética más enriquecedora. Este equilibrio facilita la eliminación de la pobreza (ODS 1, 2) y promueve la salud, el bienestar y la educación (ODS 3, 4), además de contribuir a la reducción de las desigualdades, la paz, la justicia, el trabajo digno y las alianzas para el desarrollo (ODS 5, 8, 9, 10, 16, 17).
Por lo tanto, es esencial incluir la belleza y la emotividad que la naturaleza nos inspira como una parte integral del desarrollo humano. El empobrecimiento, en su dimensión multidimensional, se manifiesta también como empobrecimiento ecológico, sociocultural, estético y termodinámico.
Por ejemplo, la contaminación lumínica y atmosférica, que empobrece nuestra capacidad de disfrutar de un cielo estrellado o un horizonte despejado, produce al mismo tiempo efectos perjudiciales tanto para el medio ambiente como para la salud humana. La contaminación lumínica altera los ciclos biológicos de numerosas especies nocturnas, afectando la biodiversidad y perturbando los ritmos naturales de los ecosistemas. Esta interferencia provoca desorientación en aves migratorias, insectos y mamíferos, impactando negativamente las redes tróficas y las interacciones ecológicas. En los seres humanos, la luz artificial excesiva interrumpe los ciclos circadianos, lo que puede generar trastornos del sueño y problemas de salud mental.
Por otro lado, la contaminación atmosférica genera serias consecuencias sobre la salud pública, al aumentar la incidencia de enfermedades respiratorias y cardiovasculares, además de acelerar el cambio climático. Este fenómeno también afecta el equilibrio ecológico, al causar la acidificación de suelos y cuerpos de agua, reducir la fotosíntesis de las plantas, y afectar gravemente a los ecosistemas marinos y terrestres. Además, ambas formas de contaminación agravan las desigualdades sociales, ya que las comunidades más vulnerables suelen estar más expuestas a estos efectos nocivos, tanto por vivir en áreas con alta polución como por tener menor acceso a recursos para mitigarlos.
Lo mismo sucede con la contaminación estética de los ríos, pues no solo afecta la belleza natural de estos cuerpos de agua, sino que también altera los ecosistemas acuáticos y la calidad de vida de las comunidades humanas que dependen de ellos. La acumulación de residuos sólidos y desechos industriales perjudica los hábitats de numerosas especies acuáticas y reduce la calidad del agua para el consumo y la agricultura. Aunque la energía hidroeléctrica se suele considerar una fuente limpia porque no emite gases de efecto invernadero durante su operación, no es totalmente renovable. La construcción de represas modifica los caudales naturales, lo que altera los ecosistemas fluviales, impide la migración de peces y provoca acumulaciones de residuos, contribuyendo indirectamente a la contaminación y afectando tanto al medio ambiente como a las poblaciones locales.
A estos impactos se suman otros ejemplos de infraestructura que transforman los ecosistemas: la construcción de carreteras y autopistas a través de áreas naturales fragmenta los hábitats y dificulta el tránsito de especies animales, alterando los ciclos reproductivos y reduciendo la diversidad biológica. Del mismo modo, los oleoductos y gasoductos no solo generan riesgos de derrames contaminantes, sino que requieren la eliminación de grandes extensiones de vegetación, lo que degrada el suelo y provoca desequilibrios hídricos al modificar las rutas de filtración y escorrentía del agua.
En respuesta a esta situación, las energías renovables, como los sistemas solares fotovoltaicos de tercera generación, se presentan como soluciones clave para electrificar áreas rurales en países como Perú, México y Bolivia, reduciendo la dependencia de fuentes vulnerables y proporcionando energía limpia en regiones afectadas por desastres naturales (Eras-Almeida et al., 2019, p. 2). La diversificación energética es crucial en países como Ecuador, donde el cambio climático afecta la disponibilidad de agua, lo que hace que las fuentes tradicionales, como la hidroeléctrica, sean menos fiables (Eras-Almeida et al., 2021, p. 7). Además, modelos de negocio como el pago por uso (PAYG) permiten que estos proyectos sean sostenibles, involucrando a las comunidades locales en la gestión y el mantenimiento de los sistemas (Eras-Almeida et al., 2019, p. 9). Esta transición hacia fuentes de energía sostenibles no solo responde a una necesidad técnica, sino que también es un paso hacia la preservación del equilibrio estético y funcional de los ecosistemas.
4. Entropía, Complejidad y Regeneración en los Ecosistemas
Los organismos necesitan absorber entropía negativa para contrarrestar la entropía que generan a lo largo de su vida. Este proceso garantiza su supervivencia y, al mismo tiempo, nutre el ecosistema, favoreciendo interacciones simbióticas y fenológicas que mantienen el equilibrio energético del sistema. Las interacciones simbióticas, como el mutualismo y el parasitismo, implican relaciones entre organismos que aportan beneficios o efectos recíprocos para su coexistencia. Las interacciones fenológicas, por su parte, se refieren a los ciclos y sincronizaciones en el desarrollo de los organismos en respuesta a factores estacionales y climáticos, como la floración o la migración. Los organismos no solo extraen entropía negativa, sino que también participan en la creación de nuevos acuerdos funcionales que redistribuyen la entropía, estableciendo un orden ecológico que sustenta la diversidad biológica y la resiliencia de los ecosistemas. Un ejemplo es la simbiosis entre micorrizas y raíces de plantas: los hongos optimizan la absorción de nutrientes para la planta, que a cambio les proporciona energía. Este intercambio reduce la necesidad de gasto energético adicional, mejora la estructura del suelo y optimiza el uso de recursos, redistribuyendo la entropía y fortaleciendo el equilibrio del ecosistema en su conjunto.
Este equilibrio dinámico, nutrido por una diversidad de interacciones, promueve la regeneración continua del entorno. Los ecosistemas actúan como matrices heredadas no genéticas, proporcionando estructuras y condiciones ambientales que favorecen a las especies sin requerir transmisión genética. A través de relaciones simbióticas, como el mutualismo entre polinizadores y plantas, y ciclos estables de nutrientes en el suelo y el agua, los ecosistemas crean patrones que se mantienen de generación en generación, permitiendo que los organismos aprovechen estas condiciones preexistentes y optimicen su energía. Estas interacciones almacenan entropía negativa y facilitan la continuidad de la vida y la evolución, optimizando la eficiencia energética y asegurando la estabilidad del ecosistema.
El concepto de entropía y la construcción de nichos ecológicos reflejan la complejidad interdependiente de las redes ecológicas. La construcción de nicho ocurre cuando los organismos modifican su entorno para hacerlo más favorable a su supervivencia y a la de otras especies, creando estructuras que estabilizan el ecosistema y generan un "almacenamiento" de entropía negativa. Los ecosistemas, por tanto, no son conjuntos de especies aisladas, sino sistemas conectados por interacciones dinámicas que, al igual que en la termodinámica, equilibran energía y funcionalidad para permitir la evolución y la persistencia. La energía, entendida como la capacidad de realizar trabajo o de causar un cambio, circula continuamente en estos sistemas, mientras que la exergía —la parte de la energía que puede ser aprovechada para realizar trabajo útil— desempeña un rol fundamental en estos ciclos. El flujo de energía y exergía en estas redes simbióticas, junto con la construcción de nichos, ayuda a mantener entropía negativa, evitando el colapso térmico o la degradación de las estructuras del entorno.
Un ejemplo de colapso termodinámico es la sabanización, proceso en el cual ecosistemas húmedos degradados se transforman en sabanas debido a la pérdida de vegetación y humedad. De manera similar, la acidificación de los océanos altera los equilibrios químicos de los hábitats marinos, y en los ríos, la contaminación y la reducción del caudal comprometen la biodiversidad y la funcionalidad ecológica, afectando tanto a los ecosistemas como a las comunidades humanas. Estos procesos generan entropía positiva, desestabilizando la complejidad ecológica y contribuyendo al colapso del sistema. Cuando una especie desaparece o su hábitat se degrada, la actividad constructiva de nicho que esta especie aporta a su comunidad también se pierde, privando al entorno de esa fuerza transformadora que estabiliza y evita su degradación. Por esta razón, la defaunación y la deforestación son piedras angulares en las “crisis energéticas de los ecosistemas” y desencadenan consecuencias globales, como el aumento de la temperatura global, el derretimiento de los glaciales, sequías o inundaciones.
La naturaleza opera como un sistema regenerativo conformado por hecho estéticos, su curso natural se convierte en una expresión visible del equilibrio termodinámico: un proceso continuo que reordena el caos y genera armonía mediante estructuras estables que evolucionan mientras construyen sus entornos, produciendo en el sistema la emergencia de propiedades que amplifican la coexistencia de organismos pese a la limitaciones espaciales y de recursos (Toro- Rivadeneira, 2021, 2023). En este sentido, estética y ecología están profundamente entrelazadas, ya que ambas son la expresión de la persistencia del orden en medio del desorden termodinámico. La pérdida de las especies o de los ciclos ecológicos representa no solo una pérdida de vitalidad, sino también una disminución de diversidad y complejidad que afecta la percepción y la funcionalidad de los ecosistemas.
Este vínculo entre ecología, termodinámica y estética revela que la belleza y la funcionalidad son elementos inseparables de un proceso regenerativo. La experiencia estética que nos ofrece la naturaleza refleja las interacciones energéticas y ecológicas que sostienen su equilibrio. La adopción de soluciones energéticas renovables se convierte, entonces, en una necesidad ética, pero también estética, para preservar la integridad visual y funcional de los ecosistemas. Fuentes de energía como la solar, eólica y geotérmica no solo reducen la entropía positiva generada por los combustibles fósiles, sino que se integran armónicamente en los ciclos naturales del planeta, respetando la dinámica termodinámica que sustenta la vida. Al aprovechar los flujos energéticos naturales sin degradar el entorno, estas energías limpias encarnan el equilibrio entre funcionalidad y estética que caracteriza los procesos ecológicos.
En este sentido, la transición hacia energías renovables representa una extensión del equilibrio ecológico y una respuesta ética frente a la crisis ambiental que compromete tanto la estabilidad del planeta como la armonía funcional y estética de los ecosistemas, esenciales para la vida en la Tierra.
SOBRE EL AUTOR
Dancizo Toro-Rivadeneira es biólogo y filósofo de la ecología. Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Con másteres en Biología Evolutiva, Biología de la Conservación, Epistemología y Estudios Literarios, ha sido investigador predoctoral en la UCM y en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC). Actualmente es investigador en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR), con una beca de excelencia (FPI), centrado en poéticas ecoevolutivas y estéticas del ecosistema. Como poeta, ha publicado Litotelergia (2008) y Arribo y defaunación del fuego (2022). Su trabajo se sitúa en la convergencia de estética, ecología y filosofía de la ciencia.
REFERENCIAS
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Toro-Rivadeneira, D. (2021). Construcción de nichos temporales: Hacia una representación sinecológica de la teoría evolutiva. Tesis doctoral. Universidad Complutense de Madrid. Madrid, España.
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